LOS TRES
NACIMIENTOS DE AMANDA – DIANA MARTINEZ
PRIMER NACIMIENTO
Amanda siempre se aferró a la vida desde esa
madrugada nevosa en la que se escuchó su primer berrido. La parieron en la
misma cama donde la habían concebido, entre sábanas gastadas y un olor viciado
a orina, sangre y esa grapa casera que su padre había preparado para la
ocasión.
Los primeros ojos que encontró fueron los de su
madre, esa primera mirada que la marcaría entre todas las demás miradas de su
historia.
– ¡Mirá, Roque, tiene la carita llena de grasa!
¡Qué chiquita es! Va a ser muy fuerte, ¡mirá cómo chupa!
Amanda era la segunda hija de un matrimonio
típico de obreros. Su padre era ferroviario, y su madre, según la economía
hogareña, trabajaba como costurera, sirvienta y, hasta de nodriza para poder
mantener a su familia cuando su marido estuvo internado y su primogénito tenía
pocos meses de edad.
Porque el destino ya les vendría anunciando la
desgracia, o tal vez para escaparle a la mala suerte, Roque alejó a su mujer y
a su hijo pequeño de la ciudad para salvarlo de la epidemia de poliomielitis
del ‘55. Se refugiaron en el campo y así pudieron proteger al niño de la gran
peste. Cuando Eduardito tenía cinco años, se mudaron a un pueblo de inmigrantes
escondido en el sur de Argentina y allí se asentaron.
Él tenía 7 años cuando Amanda pasó a ser parte
de su mundo. Esa madrugada lo despertaron los pujos de su madre y la llegada
del médico a las cuatro de la mañana, borracho, vociferando contra el crudo
invierno, alborotando así el suave murmullo de la nevisca que estaba cayendo
desde el atardecer del día anterior.
Amanda nació rápido y sin ser asistida.
SEGUNDO NACIMIENTO
Cuando decidieron establecerse, luego de andar
viajando por los diferentes destinos que le asignaban a Roque por su trabajo,
eligieron un pequeño y pintoresco pueblo en medio de un frondoso valle, rodeado
por montañas y cruzado por un río que servía a los empecinados inmigrantes para
luchar contra la salinidad de la tierra. Eran más las grandes extensiones de
chacras con árboles frutales que la cantidad de pobladores.
En el pueblo había ya una iglesia para casar a
los novios y bautizar a los recién nacidos, una comisaría para aplacar las
peleas de borrachos en los bares, única diversión de los peones de las chacras
luego de las duras jornadas laborales, un hospital para atender las urgencias y
derivarlas a la ciudad más cercana, a seiscientos kilómetros de allí, una
estación de bomberos voluntarios y la estación ferroviaria de donde llegaban y
partían trenes transportando trabajadores golondrina y cargueros con frutas
destinadas a la exportación.
María, sabiéndose un destino de soledad, exigió
que su casa estuviese cerca del hospital, por las dudas, –por Eduardito–,
decía, –y en un lugar que no esté despoblado. Así fue que compraron una pequeña
casa con un gran terreno por delante y un estrecho canal que la limitaba por
detrás.
En el barrio ya había seis casas construidas y
esos vecinos vendrían a ser el futuro sostén de María y los escondites
preferidos para la pequeña Amanda.
El día que nació se armó un gran revuelo de
felicidad en el barrio. Vinieron a darle la bienvenida los vecinos con sus
hijos, muy temprano esa misma mañana. Desde ese momento sería un poco la
protegida y mimada de todos. Mientras crecía, llamaba la atención por su gran
fortaleza y destreza física, era inquieta, vivaz y decidida. A los ocho meses
ya se había largado a caminar. Su madre la miraba con orgullo e imaginaba una
vida muy diferente a la que ella había sufrido. Amanda sería libre.
–Mamá, mamá, ¿qué me pasa?, siento un terrible
dolor, no me puedo levantar. Mamá, no entiendo qué me pasa, ¿no me entendés?
quiero explicarte, mamá, no grites, no llores, ¿qué pasa? Mis piernas, mamá, no
funcionan, ya no me sostienen, las siento pero me caigo. Mírame, mamá, ¿dónde
se fue tu mirada?
A los nueve meses, Amanda ya no caminaba más, la
polio los había seguido hasta ese remoto pueblo escondido entre montañas,
enmascarada bajo la forma de una vacuna.
Roque no estaba en el pueblo cuando ocurrió la
“desgracia” familiar. Lo llamaron desde la estación de ferrocarril por el
telégrafo. Llegó en el tren al otro día, y preso de furia fue directo al primer
estante del viejo ropero donde guardaba, escondido, su revólver calibre 38 para
hacer justicia por mano propia con el médico que se había negado a atender a su
hija por quién sabe qué absurda razón.
–No, Martínez, cálmese, no cometa esa estupidez,
usted tiene que estar libre para cuidar ahora de su hija. Martínez, entre en
razón. Si mata al médico va a ir preso, ¿qué va a ser de su familia, Martínez?
Y entonces aquel gallego que jamás había
conocido el sabor de las lágrimas se fundió, con un llanto, mezcla de rabia,
impotencia y dolor, en los brazos de su vecino.
En el mismo hospital donde le habían dado la
indicación de la vacuna, los médicos se negaron a darle atención. Un enfermero,
amigo de la familia, le confesó a Roque que en el hospital se decía que su hija
había contraído poliomielitis y que seguramente no la recibían por temor al
contagio.
La noticia corrió como reguero de pólvora. La
gran peste era un habitante más del pueblo en el cuerpo de Amanda.
La casa se llenó de ollas con agua hirviendo y
de paños calientes sobre las piernas y fríos sobre la frente, pero la fiebre no
cedía y decidieron viajar a la ciudad natal de María. Allá los médicos
atenderían a la niña. Amanda había sobrevivido a la muerte pero la secuela de
la poliomielitis sería su compañera, carcelera y maestra el resto de su vida.
Ese fue su segundo nacimiento.
Roque cerró con llave la puerta y alzó las
valijas. En el portón lo esperaba María con la niña en brazos y Eduardito
tomado de su mano. Una vecina se acercó y le prendió en la ropita, a la altura
del pecho de la niña, una bolsa hecha de algodón rojo y del tamaño no más
grande que una nuez que olía a alcanfor.
–Para que esté protegida –le dijo a la madre y
las estrechó en un gran abrazo.
Se mudarían a la ciudad mientras durara el
tratamiento, allá vivía el hermano de María, que tenía un hijo un año mayor que
Amanda, y seguramente les daría hospedaje.
El tren tardó doce horas en recorrer seiscientos
kilómetros.
María había preparado unos sándwiches para comer
en el viaje. Amanda sólo pedía agua, no sabían si era por la fiebre o porque
rechazaba la idea de no poder prenderse con furia al pecho de su madre. Un miedo
paralizante le había coartado la posibilidad de amamantarla. Esos pechos que
habían alimentado a niños ajenos ya no producirían más leche.
Llegaron al atardecer. El viento marino era
helado y seco. María estrechaba a la niña fuerte contra su cuerpo para
protegerla de quién sabe qué extraño designio. Recordaba que una vez, hacía
mucho tiempo atrás, le había anunciado una gitana, leyéndole las líneas de su
mano, que tendría una hija y que atraería la desgracia.
Un taxi los dejó en la puerta de la casa de René.
Los recibió sorprendido, le contaron que traían a la nena enferma para que
fuera atendida por médicos competentes en la ciudad. Había oscurecido ya y René
pensó que sería mejor que se hospedaran en la casa de Doña Paula, su suegra,
ella tenía un pequeño lugar en el fondo donde podrían quedarse y descansar del
viaje.
Al día siguiente, la familia se dirigió al
hospital zonal y allí se le dio el diagnóstico definitivo. La niña
efectivamente había contraído poliomielitis paralítica, tenía que comenzar urgente
con los tratamientos de rehabilitación pero no se podía dar ninguna certeza
sobre el porcentaje de recuperación.
Roque tenía que volver a su trabajo porque no
fuera a ser también que se lo quitaran, ahora que iba a necesitar dinero para
proveerle a su hija todo lo requerido en la rehabilitación. Arregló pagarle una
mínima renta por la habitación a Doña Paula.
Allí su mujer y sus hijos estarían seguros por
el tiempo que necesitaran. Eduardito no podría volver a la escuela ese año y
pasaría a ser, a partir de ese momento y con sus escasos ocho años, el hombre
de la casa para ayudar a su madre en la atención y cuidado de su hermana.
La noticia corrió como reguero de pólvora. La
gran peste era un habitante más de la ciudad en el cuerpo de Amanda.
–Mirá, María, estuvimos pensando con Hilda que
se van a tener que ir de la casa. Es por Daniel, ¿entendés?, tu hija lo puede
contagiar –le dijo René un par de días después, al enterarse del diagnóstico.
–Nos dijeron que ya no contagia, pero para que
se queden más tranquilos nos vamos a ir, tienen que darnos tiempo para que
Roque venga y nos consiga otro lugar.
María dejó a su pequeña hija a cargo de su
pequeño hombre y corrió hasta la estación de ferrocarril para que le avisaran
por telégrafo a Roque que su hermano los había echado del lugar por temor al
contagio. Roque consiguió alquilar una pequeña casa, que pagaría por años para
habitar sólo los veranos, durante la temporada de vacaciones, mientras durara
el tratamiento de su hija.
Ese año la niña dejaría de ser dueña de su
cuerpo y pasaría a ser propiedad de médicos, fisiatras, terapeutas y
enfermeros. Ellos llenarían sus días y el calor y cobijo de su madre cubrirían
sus noches. Pero no había olvidado aún la sensación del movimiento y esa niña
inquieta un día volvió a gatear y luego del año y medio de haber quedado
paralítica comenzó, con dificultad y alegría, a dar sus primeros pasos.
Su madre, devota de la Virgen de Luján, le pedía
a la virgencita, día y noche, que obrara un milagro sobre las piernas de su
hija. Si Amanda volvía a caminar ella le entregaría su vestido de raso blanco,
confeccionado con sus propias manos para el día de su casamiento en
agradecimiento, y cuando Amanda cumpliera quince años dejaría en ofrenda el
cabello de la niña en el altar.
Amanda tendría que tomar desde muy pequeña
grandes decisiones que cambiarían su destino de padecimientos. A pesar de su
corta edad, tenía un registro preciso e instintivo de su cuerpo y sentía que
algo en él estaba cambiando.
Esa mañana de otoño su madre la había aseado y
puesto cancanes de lanilla y pantalones rojos de algodón. Sus piernas habían
dejado de tener la temperatura cálida de los bebés para pasar a ser dos
apéndices de hielo desde que contrajo la enfermedad.
Tirada en el piso, sobre una manta de lana, veía a su
madre hacer las tareas hogareñas. María hacía tiempo que no le dedicaba esas
miradas de orgullo, su cara ahora sólo transmitía dolor y preocupación.
Entonces esperó a que su padre entrara en la cocina para mostrarle que podía
correr hacia sus brazos y así fue como dio sus primeros pasos. Le quedaría una
pierna afectada.
Después de dos años, regresaron al pueblo. Roque
fabricó artesanalmente en su casa todos los elementos que necesitaría Amanda
para rehabilitarse. Así la niña pasaba del arenero a la pasarela, de la
pasarela a las roldanas para fortalecer los brazos. Hasta le construyó una
pequeña pileta de cemento a la que, en épocas de hacer el vino, llenaba de uvas
y ponía a Amanda a pisarlas y a revolcarse en el jugo. Luego pasaba las uvas
por la prensa y el espeso néctar iba cayendo por el embudo a la damajuana,
convirtiéndose más tarde en vino. Hasta el día de su muerte, Roque sostuvo que
la producción de esos años fue la mejor, debía ser porque estaba teñida por la
esperanza de la superación, por el deseo de poder ver algún día a su hija
caminar sin dificultad o por volver a verla jugar.
Mientras tanto Amanda crecía. Conoció la
velocidad del correr en brazos de su hermano y de los amigos del barrio, fue
piloto de avión, de autos de carrera, eximio esgrimista, indio cherokee y hasta
arquero de fútbol. Lo que ella no podía hacer, su hermano inventaba y adaptaba
para que compartiera sus juegos. A los tres años ya andaba en bicicleta,
cantaba canciones por unas monedas y el barrio se había convertido en su
universo exploratorio.
Cada verano, ni bien Eduardito terminaba su período
escolar, María hacía su mudanza a la ciudad. Cargaba en un par de valijas lo
necesario para poder pasar la temporada en la casa de Charlone al 1600. Por ese
entonces todavía no circulaban taxis por las calles del pueblo, la estación del
ferrocarril se encontraba a escaso kilómetro pero se convertían en millas con
sólo pensar en transitarlo con la pequeña en brazos del niño y la madre
cargando con el equipaje. Don Álvarez, único vecino con automóvil, sería el
encargado cada verano de acercarlos, ayudar con las valijas y subir a Eduardito
al tren. Roque los estaría esperando en el final del viaje para llevarlos hasta
el nuevo domicilio.
Amanda amaba el momento de llegar a su casa de
verano. Era una construcción sólida, de paredes blancas y techos muy altos.
Tenía un jardín adelante con una planta de jazmines y una madreselva cuyo aroma
inundaba de dulzor el hall de entrada. La parte de atrás terminaba en una
fresca galería que miraba a un pequeño terreno con árboles frutales. Eduardo y
ella jugarían en el patio y se guarecerían del agobiante calor de las siestas
en la fresca galería los fines de semana. Durante la semana asistía a un Centro
de Rehabilitación de “Lisiados”. En ese entonces Amanda tenía tres años y su
mayor aventura era viajar sola en un transporte exclusivo para los niños que
asistían al lugar. Ya estaba comenzando a sentir una sensación de agobio, tal
vez por la sobreprotección de su madre o por la exigencia externa de tener que
corregir lo que desencajaba de la normalidad. De carácter brioso e
independiente desobedecía las órdenes de los fisiatras, se negaba a realizar
los ejercicios de rehabilitación y le encantaba escabullirse y explorar
secretamente los diferentes salones del instituto. Tenía mucha facilidad para
hacerse de amigos, ellos serían su tabla de salvación en diferentes etapas
durante el resto de su vida.
A los cuatro años Amanda seguía apoyando parte
del tobillo del pie derecho al caminar, su pierna no había recobrado fuerza y
tenía tres centímetros de acortamiento. Todas las rutinas de rehabilitación
sólo habían servido para que la niña sintiera aún el peso de la enfermedad y la
frustración de no poder lograr ninguna corrección. Ella sólo quería jugar.
Luego de una consulta con el médico
traumatólogo, sus padres decidieron operarla. El médico les dio garantías de
que, luego de la operación, el pie recobraría su forma normal, la niña podría
caminar apoyando la planta, con el injerto nervioso la pierna también cobraría
fuerza y hasta podría alargarse un centímetro. Se programó la operación para
ese verano.
Cuando su hijo terminó el período escolar, María
empacó, como todos los veranos, lo mínimo y necesario para establecerse en la
ciudad. Amanda estaba ansiosa por regresar a “la casa de las vacaciones”, a
reencontrarse con sus amigos del instituto, a viajar sola en transporte, a
explorar el terreno arbolado y comer las frutas maduras que caían al piso,
juntar caracoles y jugar con Eduardo a acostarse sobre el piso fresco de la
galería para ver la primera estrella del anochecer. Su madre, vaya a saber por
qué razón, vivía nerviosa y malhumorada y ella siempre terminaba refugiándose
en su mejor compañero: su hermano.
La primera semana que llegaron, Amanda extrañó
que no la pasara a retirar el transporte para ir al Centro de Rehabilitación,
cuando le preguntó a María, ésta sólo le dijo que ese año no iría. Aunque
todavía conservaba la espontaneidad de la palabra y esa natural verborragia de
la edad, el carácter taciturno e irascible de su madre le cohibía cualquier
expresión de alegría o de deseo. Años más tarde le confesaría a su hija, con
gran angustia, que para ella todo había muerto después de que contrajera la
enfermedad. El luto había ganado la casa.
A mitad de la segunda semana de estadía en la
ciudad, una mañana la levantaron muy temprano y la llevaron al hospital donde
fue sometida a una rutina de estudios. Había aprendido desde muy pequeña a
esconder el miedo, a mostrarse fuerte y desafiante para que sus padres le
devolvieran esa mirada de orgullo que había quedado grabada en su ser durante
los primeros ocho meses de su vida.
Al día siguiente María puso unas mudas de ropa
de Eduardo en un bolso y salió con los niños hacia la casa de una tía donde
dejaría por un tiempo a su hijo. Ellas se dirigirían luego hacia el hospital. A
Amanda le gustaba ir en brazos de su madre o sentarse en su falda por las
noches mientras escuchaban el radioteatro, era ahí cuando podía mirarle la cara
de cerca, acariciar su piel y sentir ese aroma particular y tan agradable que
siempre tenía. Esa mañana, mientras su madre la cargaba en brazos, le olió la
piel, le acarició el pelo y cuando le miró los ojos los notó de un verde más
brillante. Había estado llorando.
En el hospital alguien las llevó hasta una
habitación, allí esperaron hasta que una enfermera vino a buscarlas. María alzó
a su hija y le dijo que ahora tenía que irse sola, como cuando tomaba el
transporte para ir a jugar con sus amigos y la abrazó muy fuerte. Amanda volvió
a ponerse la máscara de la valentía.
La enfermera la llevó por un pasillo muy largo,
pasaron la última puerta vaivén y entraron en un pequeño cuarto. La desvistió y
le puso una chaqueta de color rosa pálido, la tomó en sus brazos y entraron a
la sala de cirugía. Cuando Amanda sintió el peligro comenzó a llamar a su madre
a los gritos y luchar para escaparse, la enfermera no podía contenerla y tuvo
que ser asistida por tres personas más. A pesar de sus pocos años la niña tenía
una fuerza física increíble. Pateó, mordió, arañó, escupió hasta que una vez
más su cuerpo dejó de pertenecerle.
Cuando despertó seguía luchando y con un
terrible dolor en la pierna. El olor intenso a sangre le provocaba náuseas. Al
mirarse descubrió el yeso y más inmovilidad. Su madre estaba sentada al lado de
su cama, se le acercó y mirándola a los ojos le dijo:
–Estarás mejor, podrás correr. Todo es para tu
bien.
Amanda conteniendo el insoportable dolor físico
y psíquico, por primera vez en sus cuatro años sintió el odio y la impotencia,
y emitió una sola palabra.
–Andate.
Retornaron al pueblo, Eduardo a la escuela, a
los amigos y María al trabajo doméstico. Empezó a crecer en Amanda la fantasía
de ser igual que los demás niños del barrio, poder caminar sin dificultad,
correr, saltar, no tanto porque a ella le molestara ser como era sino para ver
a su madre feliz. En tres meses le sacarían el yeso y volvería a encontrarse
con las miradas de orgullo de sus padres. Nada le impedía montar su bicicleta,
ir a tomar la merienda a la casa de su vecino, correr el camión regador en las
tardecitas en brazos de sus amigos mayores del barrio y cantar rancheras
mejicanas por algunas monedas.
Cuando le sacaron el yeso su padre la llevó al
hospital. El pie estaba surcado de cicatrices pero se veía derecho. Le
envolvieron la pierna con una faja. Tendría que regresar a sacarse los puntos y
volver a hacer su vida normal en el pueblo. Le indicaron botas ortopédicas.
Tuvo que esperar un tiempo más para volver a caminar. El día que iba a dar sus
primeros pasos, había una gran expectativa en la casa. Esperaron a que
estuviera su padre de franco laboral para que él también pudiera verla. El pie
estaba derecho pero sentía la pierna aún más débil. Se paró e intentó caminar
“normal”, “como los demás chicos del barrio”, pero no pudo.
El pie, tan rebelde como ella, volvió a su forma
original. Pasaron otras operaciones, intentaron enderezarle el cuerpo con
corsés, inmovilizarle la pierna con aparatos ortopédicos pero nada detuvo la
fuerza natural de la forma de su cuerpo. El estigma de la discapacidad la
acompañaría hasta su próximo nacimiento. Amanda de tanto esquivar miradas, se
volvió invisible.
TERCER NACIMIENTO
Siempre había sentido cierta fascinación por los
colores y, para no tornarse gris, a los diecisiete años decidió dejar la casa
familiar. Eligió hacer los estudios universitarios en una ciudad ubicada a mil
doscientos kilómetros de su pueblo. En esa ciudad podría comenzar a ser ella
misma, sin el estigma de la discapacidad sobre su cuerpo. Lo que todavía no
había aprendido era que tendría que recuperar la mirada de orgullo sobre sí misma
y abandonar aquella de la lástima, que siempre estaba oculta y acechante.
Supo cultivar el intelecto ante la falta de
movimiento en su cuerpo y siempre comentaba con ironía que algún día iba a
poder encontrar el equilibrio entre la acción y su pensamiento. Era una joven
de carácter afable y divertido, cualidades que le ayudarían a estar siempre
rodeada de un círculo de amigos, tal vez buscando, de forma inconsciente,
romper con los augurios de soledad y exclusión. Todavía resonaba en su cabeza
una charla que había escuchado entre María y su hermana, un día mientras la
creían jugando, en la que le destinaban un mundo de desamor y sufrimiento. A su
edad sabía que ese destino no era privativo de las personas con discapacidad,
sino del ser humano en general.
Las máscaras que había adoptado de niña le
habían servido para fluir en los momentos difíciles y hasta le habían formado
el carácter. Rebelde y sagaz sabía que tarde o temprano podría conseguir todo
lo que se propusiera. Habían quedado atrás los sueños de heroína y las
fantasías de completar los deseos ajenos.
Una tarde de tantas conoció a un hombre al que
eligió como padre de sus hijos, algo le resultaba familiar en él y lo pudo
descubrir años más tarde.
Tuvo hijos, a los que amó profundamente y pudo
mirar con orgullo, se guareció en sus abrazos, llenó su soledad proyectando un
futuro, escondió sus lágrimas, se dibujó sonrisas, se cubrió de máscaras y
volvió a sumergirse en el mundo gris, a ser invisible. Se sometió blandamente
al extraño designio de la soledad y el desamor. Navegó por aguas turbias,
visitó las profundidades de su psiquis, se sintió humillada y desvalida, abrió
cada puerta de su discapacidad, tocó cada llaga y la aceptó. A partir de
aceptar su límite pudo comenzar a crearse otra vida.
Nuevamente empezó a armarse, a recuperar su
esencia y a despegarse de la mirada gris de los otros. Se reencontró cuando
pudo recuperar su cuerpo y una soledad elegida.
De pequeña había sentido vívidamente a través
del cuerpo de dos amigas la sensación de correr y de bailar. Muchas veces en
sueños se había visto corriendo sobre la arena de una playa desierta, pero
jamás se había atrevido a imaginar su cuerpo danzando. Un día, ya en su edad
adulta, pudo quebrar la última barrera que le quedaba y se animó a tomar clases
de danza. Su cuerpo que jamás había bailado comenzó a moverse con una
versatilidad y ritmo hasta el momento desconocido. Amanda empezó a recuperar la
confianza, y rompió con el último precepto de lo establecido.
Amanda fue libre, aún cuando estaba enfrentándose
a un nuevo desafío: una enfermedad que la estaba tomando de a poco,
silenciosamente. No sabemos cuántos nacimientos más tendrá Amanda, ella ya no
cree en los designios, sólo en el poder sanador de su cuerpo y en el respeto
por los ciclos naturales de la vida.
FIN
Diana Martínez