lunes, 20 de noviembre de 2017


PIEDRA - ROSA VALLEJO MILAN
Quisiera contar las horas
Que me quedan de existencia
Para poder dejar atrás
El lastre de mi experiencia
Deslumbrar desde lo alto
Mi existencia mal vivida
Y escupir al asfalto 
Que medio tan mal cabida
Poder gritar al mundo
Mi espíritu de aventurera
Quisiera gritarle a todos
Que he vivido en una espera
De una vida que aquí es 
Más que vida muerte cierta
Quisiera gritarle al mundo
Que no culpo a quien me viera
Que unos nacen de pan
Y otros nacemos piedra
Que de esa piedra yo he tenido
La fuerza de mi existencia
Y de haber nacido pan 
En migas me deshiciera
Quisiera gritarle al mundo
Que yo he nacido PIEDRA

Rosa Vallejo Milán

VIDA EN EL HOSPITAL BEATA MARÍA ANA DE JESÚS - FOTOS DE ROSA VALLEJO MILAN


Parte de mi memoria en el hospital Beata Maria Ana de Jesús se la debo a diferentes compañeras de hospital que han ido apareciendo en el último año y con las que comparto un grupo de wattssat que nos ayuda a compartir recuerdos, sensaciones, sentimientos.....a veces casi un grupo de terapia. En el caso de Rosa, al haber entrado al hospital con una mayor edad sus recuerdos son de los más nítidos, también gracias a Rosa he podido ir contactando con antiguas habitantes de la Beata, entre ellas Petri, quien aun continua allí y a quien tengo unas ganas enormes de poder conocer personalmente.
Un día Rosa me sorprendió con una colección de fotos, su vida en el hospital aunque con años de diferencia avivo en mi un mundo de sensaciones vividas, de un lugar que no me es ajeno, su testimonio fotográfico me parece imprescindible porque muestra la cotidianidad de unas chicas adolescentes viviendo esta juventud en el hospital.

















domingo, 12 de noviembre de 2017

VOLAR Y NAVEGAR CON MÁSTILES ROTOS - MERCEDES BRITO




La intimidad de una cuna, me mantuvo en reposo, ancladas mis piernas, en pliegues de sábanas, mi mástil roto encadenó mi niñez! Vedando juguetes, en hierros de lodo, que encarcelaron mi piel! Pero jamás pudieron disolver esta esencia, hecha en cristal de copa! Y aunque exhausta y dormida, me permití ser ave, y volé con mi música y volé con palabras! Y volví a calzar, mis zapatos de sol! buscando caminos, dejando la cuna... Subiendo mis cerros, volví a mis lagos y volví a ser niña! Atrapando molinos, girando esperanzas, suplicando caminos a mi mástil quebrado! Y jugué a las muñecas, y le disputé a mi destino! Y jugué a ser Madre, y le aposté a la luna, navegando la vida con mi mástil quebrado. y mendigué a Dios buscando princesas!
LOS TRES NACIMIENTOS DE AMANDA – DIANA MARTINEZ



PRIMER NACIMIENTO

Amanda siempre se aferró a la vida desde esa madrugada nevosa en la que se escuchó su primer berrido. La parieron en la misma cama donde la habían concebido, entre sábanas gastadas y un olor viciado a orina, sangre y esa grapa casera que su padre había preparado para la ocasión.

Los primeros ojos que encontró fueron los de su madre, esa primera mirada que la marcaría entre todas las demás miradas de su historia.

– ¡Mirá, Roque, tiene la carita llena de grasa! ¡Qué chiquita es! Va a ser muy fuerte, ¡mirá cómo chupa!

Amanda era la segunda hija de un matrimonio típico de obreros. Su padre era ferroviario, y su madre, según la economía hogareña, trabajaba como costurera, sirvienta y, hasta de nodriza para poder mantener a su familia cuando su marido estuvo internado y su primogénito tenía pocos meses de edad.

Porque el destino ya les vendría anunciando la desgracia, o tal vez para escaparle a la mala suerte, Roque alejó a su mujer y a su hijo pequeño de la ciudad para salvarlo de la epidemia de poliomielitis del ‘55. Se refugiaron en el campo y así pudieron proteger al niño de la gran peste. Cuando Eduardito tenía cinco años, se mudaron a un pueblo de inmigrantes escondido en el sur de Argentina y allí se asentaron.

Él tenía 7 años cuando Amanda pasó a ser parte de su mundo. Esa madrugada lo despertaron los pujos de su madre y la llegada del médico a las cuatro de la mañana, borracho, vociferando contra el crudo invierno, alborotando así el suave murmullo de la nevisca que estaba cayendo desde el atardecer del día anterior.
Amanda nació rápido y sin ser asistida.



SEGUNDO NACIMIENTO

Cuando decidieron establecerse, luego de andar viajando por los diferentes destinos que le asignaban a Roque por su trabajo, eligieron un pequeño y pintoresco pueblo en medio de un frondoso valle, rodeado por montañas y cruzado por un río que servía a los empecinados inmigrantes para luchar contra la salinidad de la tierra. Eran más las grandes extensiones de chacras con árboles frutales que la cantidad de pobladores.

En el pueblo había ya una iglesia para casar a los novios y bautizar a los recién nacidos, una comisaría para aplacar las peleas de borrachos en los bares, única diversión de los peones de las chacras luego de las duras jornadas laborales, un hospital para atender las urgencias y derivarlas a la ciudad más cercana, a seiscientos kilómetros de allí, una estación de bomberos voluntarios y la estación ferroviaria de donde llegaban y partían trenes transportando trabajadores golondrina y cargueros con frutas destinadas a la exportación.

María, sabiéndose un destino de soledad, exigió que su casa estuviese cerca del hospital, por las dudas, –por Eduardito–, decía, –y en un lugar que no esté despoblado. Así fue que compraron una pequeña casa con un gran terreno por delante y un estrecho canal que la limitaba por detrás.

En el barrio ya había seis casas construidas y esos vecinos vendrían a ser el futuro sostén de María y los escondites preferidos para la pequeña Amanda.

El día que nació se armó un gran revuelo de felicidad en el barrio. Vinieron a darle la bienvenida los vecinos con sus hijos, muy temprano esa misma mañana. Desde ese momento sería un poco la protegida y mimada de todos. Mientras crecía, llamaba la atención por su gran fortaleza y destreza física, era inquieta, vivaz y decidida. A los ocho meses ya se había largado a caminar. Su madre la miraba con orgullo e imaginaba una vida muy diferente a la que ella había sufrido. Amanda sería libre.

–Mamá, mamá, ¿qué me pasa?, siento un terrible dolor, no me puedo levantar. Mamá, no entiendo qué me pasa, ¿no me entendés? quiero explicarte, mamá, no grites, no llores, ¿qué pasa? Mis piernas, mamá, no funcionan, ya no me sostienen, las siento pero me caigo. Mírame, mamá, ¿dónde se fue tu mirada?
A los nueve meses, Amanda ya no caminaba más, la polio los había seguido hasta ese remoto pueblo escondido entre montañas, enmascarada bajo la forma de una vacuna.

Roque no estaba en el pueblo cuando ocurrió la “desgracia” familiar. Lo llamaron desde la estación de ferrocarril por el telégrafo. Llegó en el tren al otro día, y preso de furia fue directo al primer estante del viejo ropero donde guardaba, escondido, su revólver calibre 38 para hacer justicia por mano propia con el médico que se había negado a atender a su hija por quién sabe qué absurda razón.

–No, Martínez, cálmese, no cometa esa estupidez, usted tiene que estar libre para cuidar ahora de su hija. Martínez, entre en razón. Si mata al médico va a ir preso, ¿qué va a ser de su familia, Martínez?

Y entonces aquel gallego que jamás había conocido el sabor de las lágrimas se fundió, con un llanto, mezcla de rabia, impotencia y dolor, en los brazos de su vecino.

En el mismo hospital donde le habían dado la indicación de la vacuna, los médicos se negaron a darle atención. Un enfermero, amigo de la familia, le confesó a Roque que en el hospital se decía que su hija había contraído poliomielitis y que seguramente no la recibían por temor al contagio.

La noticia corrió como reguero de pólvora. La gran peste era un habitante más del pueblo en el cuerpo de Amanda.

La casa se llenó de ollas con agua hirviendo y de paños calientes sobre las piernas y fríos sobre la frente, pero la fiebre no cedía y decidieron viajar a la ciudad natal de María. Allá los médicos atenderían a la niña. Amanda había sobrevivido a la muerte pero la secuela de la poliomielitis sería su compañera, carcelera y maestra el resto de su vida. Ese fue su segundo nacimiento.

Roque cerró con llave la puerta y alzó las valijas. En el portón lo esperaba María con la niña en brazos y Eduardito tomado de su mano. Una vecina se acercó y le prendió en la ropita, a la altura del pecho de la niña, una bolsa hecha de algodón rojo y del tamaño no más grande que una nuez que olía a alcanfor.

–Para que esté protegida –le dijo a la madre y las estrechó en un gran abrazo.

Se mudarían a la ciudad mientras durara el tratamiento, allá vivía el hermano de María, que tenía un hijo un año mayor que Amanda, y seguramente les daría hospedaje.

El tren tardó doce horas en recorrer seiscientos kilómetros.
María había preparado unos sándwiches para comer en el viaje. Amanda sólo pedía agua, no sabían si era por la fiebre o porque rechazaba la idea de no poder prenderse con furia al pecho de su madre. Un miedo paralizante le había coartado la posibilidad de amamantarla. Esos pechos que habían alimentado a niños ajenos ya no producirían más leche.

Llegaron al atardecer. El viento marino era helado y seco. María estrechaba a la niña fuerte contra su cuerpo para protegerla de quién sabe qué extraño designio. Recordaba que una vez, hacía mucho tiempo atrás, le había anunciado una gitana, leyéndole las líneas de su mano, que tendría una hija y que atraería la desgracia.

Un taxi los dejó en la puerta de la casa de René. Los recibió sorprendido, le contaron que traían a la nena enferma para que fuera atendida por médicos competentes en la ciudad. Había oscurecido ya y René pensó que sería mejor que se hospedaran en la casa de Doña Paula, su suegra, ella tenía un pequeño lugar en el fondo donde podrían quedarse y descansar del viaje.
Al día siguiente, la familia se dirigió al hospital zonal y allí se le dio el diagnóstico definitivo. La niña efectivamente había contraído poliomielitis paralítica, tenía que comenzar urgente con los tratamientos de rehabilitación pero no se podía dar ninguna certeza sobre el porcentaje de recuperación.

Roque tenía que volver a su trabajo porque no fuera a ser también que se lo quitaran, ahora que iba a necesitar dinero para proveerle a su hija todo lo requerido en la rehabilitación. Arregló pagarle una mínima renta por la habitación a Doña Paula.
Allí su mujer y sus hijos estarían seguros por el tiempo que necesitaran. Eduardito no podría volver a la escuela ese año y pasaría a ser, a partir de ese momento y con sus escasos ocho años, el hombre de la casa para ayudar a su madre en la atención y cuidado de su hermana.

La noticia corrió como reguero de pólvora. La gran peste era un habitante más de la ciudad en el cuerpo de Amanda.

–Mirá, María, estuvimos pensando con Hilda que se van a tener que ir de la casa. Es por Daniel, ¿entendés?, tu hija lo puede contagiar –le dijo René un par de días después, al enterarse del diagnóstico.

–Nos dijeron que ya no contagia, pero para que se queden más tranquilos nos vamos a ir, tienen que darnos tiempo para que Roque venga y nos consiga otro lugar.

María dejó a su pequeña hija a cargo de su pequeño hombre y corrió hasta la estación de ferrocarril para que le avisaran por telégrafo a Roque que su hermano los había echado del lugar por temor al contagio. Roque consiguió alquilar una pequeña casa, que pagaría por años para habitar sólo los veranos, durante la temporada de vacaciones, mientras durara el tratamiento de su hija.

Ese año la niña dejaría de ser dueña de su cuerpo y pasaría a ser propiedad de médicos, fisiatras, terapeutas y enfermeros. Ellos llenarían sus días y el calor y cobijo de su madre cubrirían sus noches. Pero no había olvidado aún la sensación del movimiento y esa niña inquieta un día volvió a gatear y luego del año y medio de haber quedado paralítica comenzó, con dificultad y alegría, a dar sus primeros pasos.

Su madre, devota de la Virgen de Luján, le pedía a la virgencita, día y noche, que obrara un milagro sobre las piernas de su hija. Si Amanda volvía a caminar ella le entregaría su vestido de raso blanco, confeccionado con sus propias manos para el día de su casamiento en agradecimiento, y cuando Amanda cumpliera quince años dejaría en ofrenda el cabello de la niña en el altar.

Amanda tendría que tomar desde muy pequeña grandes decisiones que cambiarían su destino de padecimientos. A pesar de su corta edad, tenía un registro preciso e instintivo de su cuerpo y sentía que algo en él estaba cambiando.

Esa mañana de otoño su madre la había aseado y puesto cancanes de lanilla y pantalones rojos de algodón. Sus piernas habían dejado de tener la temperatura cálida de los bebés para pasar a ser dos apéndices de hielo desde que contrajo la enfermedad.

Tirada en el piso, sobre una manta de lana, veía a su madre hacer las tareas hogareñas. María hacía tiempo que no le dedicaba esas miradas de orgullo, su cara ahora sólo transmitía dolor y preocupación. Entonces esperó a que su padre entrara en la cocina para mostrarle que podía correr hacia sus brazos y así fue como dio sus primeros pasos. Le quedaría una pierna afectada.

Después de dos años, regresaron al pueblo. Roque fabricó artesanalmente en su casa todos los elementos que necesitaría Amanda para rehabilitarse. Así la niña pasaba del arenero a la pasarela, de la pasarela a las roldanas para fortalecer los brazos. Hasta le construyó una pequeña pileta de cemento a la que, en épocas de hacer el vino, llenaba de uvas y ponía a Amanda a pisarlas y a revolcarse en el jugo. Luego pasaba las uvas por la prensa y el espeso néctar iba cayendo por el embudo a la damajuana, convirtiéndose más tarde en vino. Hasta el día de su muerte, Roque sostuvo que la producción de esos años fue la mejor, debía ser porque estaba teñida por la esperanza de la superación, por el deseo de poder ver algún día a su hija caminar sin dificultad o por volver a verla jugar.

Mientras tanto Amanda crecía. Conoció la velocidad del correr en brazos de su hermano y de los amigos del barrio, fue piloto de avión, de autos de carrera, eximio esgrimista, indio cherokee y hasta arquero de fútbol. Lo que ella no podía hacer, su hermano inventaba y adaptaba para que compartiera sus juegos. A los tres años ya andaba en bicicleta, cantaba canciones por unas monedas y el barrio se había convertido en su universo exploratorio.

Cada verano, ni bien Eduardito terminaba su período escolar, María hacía su mudanza a la ciudad. Cargaba en un par de valijas lo necesario para poder pasar la temporada en la casa de Charlone al 1600. Por ese entonces todavía no circulaban taxis por las calles del pueblo, la estación del ferrocarril se encontraba a escaso kilómetro pero se convertían en millas con sólo pensar en transitarlo con la pequeña en brazos del niño y la madre cargando con el equipaje. Don Álvarez, único vecino con automóvil, sería el encargado cada verano de acercarlos, ayudar con las valijas y subir a Eduardito al tren. Roque los estaría esperando en el final del viaje para llevarlos hasta el nuevo domicilio.

Amanda amaba el momento de llegar a su casa de verano. Era una construcción sólida, de paredes blancas y techos muy altos. Tenía un jardín adelante con una planta de jazmines y una madreselva cuyo aroma inundaba de dulzor el hall de entrada. La parte de atrás terminaba en una fresca galería que miraba a un pequeño terreno con árboles frutales. Eduardo y ella jugarían en el patio y se guarecerían del agobiante calor de las siestas en la fresca galería los fines de semana. Durante la semana asistía a un Centro de Rehabilitación de “Lisiados”. En ese entonces Amanda tenía tres años y su mayor aventura era viajar sola en un transporte exclusivo para los niños que asistían al lugar. Ya estaba comenzando a sentir una sensación de agobio, tal vez por la sobreprotección de su madre o por la exigencia externa de tener que corregir lo que desencajaba de la normalidad. De carácter brioso e independiente desobedecía las órdenes de los fisiatras, se negaba a realizar los ejercicios de rehabilitación y le encantaba escabullirse y explorar secretamente los diferentes salones del instituto. Tenía mucha facilidad para hacerse de amigos, ellos serían su tabla de salvación en diferentes etapas durante el resto de su vida.

A los cuatro años Amanda seguía apoyando parte del tobillo del pie derecho al caminar, su pierna no había recobrado fuerza y tenía tres centímetros de acortamiento. Todas las rutinas de rehabilitación sólo habían servido para que la niña sintiera aún el peso de la enfermedad y la frustración de no poder lograr ninguna corrección. Ella sólo quería jugar.

Luego de una consulta con el médico traumatólogo, sus padres decidieron operarla. El médico les dio garantías de que, luego de la operación, el pie recobraría su forma normal, la niña podría caminar apoyando la planta, con el injerto nervioso la pierna también cobraría fuerza y hasta podría alargarse un centímetro. Se programó la operación para ese verano.
Cuando su hijo terminó el período escolar, María empacó, como todos los veranos, lo mínimo y necesario para establecerse en la ciudad. Amanda estaba ansiosa por regresar a “la casa de las vacaciones”, a reencontrarse con sus amigos del instituto, a viajar sola en transporte, a explorar el terreno arbolado y comer las frutas maduras que caían al piso, juntar caracoles y jugar con Eduardo a acostarse sobre el piso fresco de la galería para ver la primera estrella del anochecer. Su madre, vaya a saber por qué razón, vivía nerviosa y malhumorada y ella siempre terminaba refugiándose en su mejor compañero: su hermano.

La primera semana que llegaron, Amanda extrañó que no la pasara a retirar el transporte para ir al Centro de Rehabilitación, cuando le preguntó a María, ésta sólo le dijo que ese año no iría. Aunque todavía conservaba la espontaneidad de la palabra y esa natural verborragia de la edad, el carácter taciturno e irascible de su madre le cohibía cualquier expresión de alegría o de deseo. Años más tarde le confesaría a su hija, con gran angustia, que para ella todo había muerto después de que contrajera la enfermedad. El luto había ganado la casa.

A mitad de la segunda semana de estadía en la ciudad, una mañana la levantaron muy temprano y la llevaron al hospital donde fue sometida a una rutina de estudios. Había aprendido desde muy pequeña a esconder el miedo, a mostrarse fuerte y desafiante para que sus padres le devolvieran esa mirada de orgullo que había quedado grabada en su ser durante los primeros ocho meses de su vida.

Al día siguiente María puso unas mudas de ropa de Eduardo en un bolso y salió con los niños hacia la casa de una tía donde dejaría por un tiempo a su hijo. Ellas se dirigirían luego hacia el hospital. A Amanda le gustaba ir en brazos de su madre o sentarse en su falda por las noches mientras escuchaban el radioteatro, era ahí cuando podía mirarle la cara de cerca, acariciar su piel y sentir ese aroma particular y tan agradable que siempre tenía. Esa mañana, mientras su madre la cargaba en brazos, le olió la piel, le acarició el pelo y cuando le miró los ojos los notó de un verde más brillante. Había estado llorando.

En el hospital alguien las llevó hasta una habitación, allí esperaron hasta que una enfermera vino a buscarlas. María alzó a su hija y le dijo que ahora tenía que irse sola, como cuando tomaba el transporte para ir a jugar con sus amigos y la abrazó muy fuerte. Amanda volvió a ponerse la máscara de la valentía.
La enfermera la llevó por un pasillo muy largo, pasaron la última puerta vaivén y entraron en un pequeño cuarto. La desvistió y le puso una chaqueta de color rosa pálido, la tomó en sus brazos y entraron a la sala de cirugía. Cuando Amanda sintió el peligro comenzó a llamar a su madre a los gritos y luchar para escaparse, la enfermera no podía contenerla y tuvo que ser asistida por tres personas más. A pesar de sus pocos años la niña tenía una fuerza física increíble. Pateó, mordió, arañó, escupió hasta que una vez más su cuerpo dejó de pertenecerle.

Cuando despertó seguía luchando y con un terrible dolor en la pierna. El olor intenso a sangre le provocaba náuseas. Al mirarse descubrió el yeso y más inmovilidad. Su madre estaba sentada al lado de su cama, se le acercó y mirándola a los ojos le dijo:

–Estarás mejor, podrás correr. Todo es para tu bien.

Amanda conteniendo el insoportable dolor físico y psíquico, por primera vez en sus cuatro años sintió el odio y la impotencia, y emitió una sola palabra.

–Andate.

Retornaron al pueblo, Eduardo a la escuela, a los amigos y María al trabajo doméstico. Empezó a crecer en Amanda la fantasía de ser igual que los demás niños del barrio, poder caminar sin dificultad, correr, saltar, no tanto porque a ella le molestara ser como era sino para ver a su madre feliz. En tres meses le sacarían el yeso y volvería a encontrarse con las miradas de orgullo de sus padres. Nada le impedía montar su bicicleta, ir a tomar la merienda a la casa de su vecino, correr el camión regador en las tardecitas en brazos de sus amigos mayores del barrio y cantar rancheras mejicanas por algunas monedas.

Cuando le sacaron el yeso su padre la llevó al hospital. El pie estaba surcado de cicatrices pero se veía derecho. Le envolvieron la pierna con una faja. Tendría que regresar a sacarse los puntos y volver a hacer su vida normal en el pueblo. Le indicaron botas ortopédicas. Tuvo que esperar un tiempo más para volver a caminar. El día que iba a dar sus primeros pasos, había una gran expectativa en la casa. Esperaron a que estuviera su padre de franco laboral para que él también pudiera verla. El pie estaba derecho pero sentía la pierna aún más débil. Se paró e intentó caminar “normal”, “como los demás chicos del barrio”, pero no pudo.

El pie, tan rebelde como ella, volvió a su forma original. Pasaron otras operaciones, intentaron enderezarle el cuerpo con corsés, inmovilizarle la pierna con aparatos ortopédicos pero nada detuvo la fuerza natural de la forma de su cuerpo. El estigma de la discapacidad la acompañaría hasta su próximo nacimiento. Amanda de tanto esquivar miradas, se volvió invisible.

TERCER NACIMIENTO



Siempre había sentido cierta fascinación por los colores y, para no tornarse gris, a los diecisiete años decidió dejar la casa familiar. Eligió hacer los estudios universitarios en una ciudad ubicada a mil doscientos kilómetros de su pueblo. En esa ciudad podría comenzar a ser ella misma, sin el estigma de la discapacidad sobre su cuerpo. Lo que todavía no había aprendido era que tendría que recuperar la mirada de orgullo sobre sí misma y abandonar aquella de la lástima, que siempre estaba oculta y acechante.

Supo cultivar el intelecto ante la falta de movimiento en su cuerpo y siempre comentaba con ironía que algún día iba a poder encontrar el equilibrio entre la acción y su pensamiento. Era una joven de carácter afable y divertido, cualidades que le ayudarían a estar siempre rodeada de un círculo de amigos, tal vez buscando, de forma inconsciente, romper con los augurios de soledad y exclusión. Todavía resonaba en su cabeza una charla que había escuchado entre María y su hermana, un día mientras la creían jugando, en la que le destinaban un mundo de desamor y sufrimiento. A su edad sabía que ese destino no era privativo de las personas con discapacidad, sino del ser humano en general.
Las máscaras que había adoptado de niña le habían servido para fluir en los momentos difíciles y hasta le habían formado el carácter. Rebelde y sagaz sabía que tarde o temprano podría conseguir todo lo que se propusiera. Habían quedado atrás los sueños de heroína y las fantasías de completar los deseos ajenos.
Una tarde de tantas conoció a un hombre al que eligió como padre de sus hijos, algo le resultaba familiar en él y lo pudo descubrir años más tarde.

Tuvo hijos, a los que amó profundamente y pudo mirar con orgullo, se guareció en sus abrazos, llenó su soledad proyectando un futuro, escondió sus lágrimas, se dibujó sonrisas, se cubrió de máscaras y volvió a sumergirse en el mundo gris, a ser invisible. Se sometió blandamente al extraño designio de la soledad y el desamor. Navegó por aguas turbias, visitó las profundidades de su psiquis, se sintió humillada y desvalida, abrió cada puerta de su discapacidad, tocó cada llaga y la aceptó. A partir de aceptar su límite pudo comenzar a crearse otra vida.

Nuevamente empezó a armarse, a recuperar su esencia y a despegarse de la mirada gris de los otros. Se reencontró cuando pudo recuperar su cuerpo y una soledad elegida.

De pequeña había sentido vívidamente a través del cuerpo de dos amigas la sensación de correr y de bailar. Muchas veces en sueños se había visto corriendo sobre la arena de una playa desierta, pero jamás se había atrevido a imaginar su cuerpo danzando. Un día, ya en su edad adulta, pudo quebrar la última barrera que le quedaba y se animó a tomar clases de danza. Su cuerpo que jamás había bailado comenzó a moverse con una versatilidad y ritmo hasta el momento desconocido. Amanda empezó a recuperar la confianza, y rompió con el último precepto de lo establecido.

Amanda fue libre, aún cuando estaba enfrentándose a un nuevo desafío: una enfermedad que la estaba tomando de a poco, silenciosamente. No sabemos cuántos nacimientos más tendrá Amanda, ella ya no cree en los designios, sólo en el poder sanador de su cuerpo y en el respeto por los ciclos naturales de la vida.


FIN
Diana Martínez


ENSOÑACIÓN – ENCARNI JIMENEZ de su libro ESPUMA DE OLAS


¿Quién me robó los pasos 
que hubiera andado yo por las arenas?
¿Quién le dio los zapatos a mis piernas morenas?
 rompiéndolas como dos polichinelas.
Quedaron sorprendidos
 Los ojos que el destino me había dado,
 abiertos y ofendidos,
 mirando a cualquier lado 
mirando en un mirar casi cerrado. 
Con este desconcierto
 el corazón lo tengo ya partido, 
y en eterno barbecho mi sueño sumergido,
 mis pasos cimbreantes, ¿ donde han ido?

Encarnación Jiménez ( España) “ Espuma de olas” año 2000

A MIS MANOS – ENCARNI JIMENEZ  de su libro de poemas ESPUMA DE OLAS




A MIS MANOS
Qué lástima me da a mí de ver mis manos atadas, soportando dura carga tensas, prietas y angustiadas., ¡ Ay ¡ pobres manos mías, todo lo que les esperaba, siempre ejerciendo de piernas y olvidando que son alas. Y no se visten de guantes cuando se encuentran heladas, y siempre en sus embates ocupadas y ocupadas. Manos tiernas, que te haces duramente, castigadas con el peso de mi cuerpo, cargada, siempre cargada. ¡Ay! Manos, manos que viven pendiente de mis andadas, pues ardua tarea tiene Toda mi persona humana.
Encarnación Jiménez- “ Espuma de olas” 1997 España
REHABILITACIÓN, APARATOS, CORSES Y RUEDAS - INMA BLANCO


Cuando pienso en mi pequeño aparato de hierro me siento una privilegiada, recuerdo que me acompañó una temporada mientras iba al parvulario y que pronto para mi más que lo que ahora llaman ayuda técnica, paso a ser un artilugio de autodefensa.

En mi memoria hay pocas imágenes de rehabilitación dolorosa, aunque sé que la hubo, no hace mucho mi hermana mayor compartió conmigo una foto en la que estamos las dos y yo aparezco llorando:

-         -  Llorabas porque acababas de hacer rehabilitación – me explico ella.

Viviendo en un pequeño pueblo de La Mancha, difícilmente pude ir a una piscina, aunque también se por mi hermana que en casa había una gran tina donde me metían en agua caliente, de la misma forma que me veo a mi entre nebulosas dando patadas en el aire colgada en un especie de corsé volante, poco más puedo recordar ya que en esos días yo no debía tener más de dos años.


Mi aparato de hierro, me sirvió de gran ayuda en aquellos momentos en que era empujada o insultada por mi cojera, debía tener entre cuatro y cinco años pero mis patadas con dicho artilugio se hicieron famosas en la escuela de San León y de poco servían las quejas de la agredida ya que por aquellos años, el ser una niña coja me otorgaba ciertos privilegios por parte de las maestras quienes una tras otra pasaban a tenerme bajo su protección aunque yo mostraba ya grandes dotes para saber defenderme toda sola.

Hasta no hace mucho tiempo, no fui consciente de la magnitud de ciertos aparatos y del peso que arrastraban muchos de mis compañeros afectados por la polio y supongo que por otras limitaciones físicas. Un día me quejaba ante una amiga también polio, del mal diseño de los sujetadores con aros ya que estos de una forma u otra siempre se acaban clavando, la respuesta de ella fue concisa y clara:

-         -  Yo nunca los uso, me recuerdan a aquel corsé que tuve que llevar toda mi infancia, no veas como los odiaba.

Todos los padres esperan impacientes a que su hijo comience a dar sus primeros pasos, pero la mayoría de los padres de los niños polio rezaron esperando un milagro. Y ese milagro se produjo en una gran mayoría de casos, los que tuvieron más suerte se recuperaron sin secuelas visibles, otros, como en mi caso pudimos caminar, correr, ir en bicicleta y muchas cosas más, solo una cojera de mayor o menor envergadura recordaba aquel maldito virus y pasamos por siempre a ser los cojos.

Hubo una gran mayoría que quedaron con grandes secuelas, algunos sobrevivieron al pulmón de acero (todo un privilegio en nuestro país donde los pulmones de acero eran contados), fueron niños que necesitaron días y días de rehabilitación y en los que se puso en duda su capacidad para caminar, unos lo consiguieron y otros vivieron su infancia en silla de ruedas.







CAMINAR, UN PROCESO QUE PARA MUCHOS NO FUE FÁCIL PERO QUE VALIÓ LA PENA


El sueño de caminar, supuso en la mayoría de los casos, la adaptación a grandes aparatos de hierro y a ayudarse con muletas o bastones. No fue tan fácil como se les hizo creer, en el milagro de sus primeros casos hubo constancia, disciplina, espíritu de superación y muchas otras cosas que los polios conocemos bien. También hubo años de hospitalización en los que aquellos que vivíamos lejos de la ciudad permanecíamos alejados de nuestros padres y enfrentando solos operaciones y rehabilitación, yo aún alucino del nivel de responsabilidad que se nos pedía a niños que estábamos entre los dos a doce años.

Pero caminar lo que se dice caminar, caminamos que a tozudos no nos gana nadie. Tuvimos una adolescencia tardía y en ella aquellos que pudimos fuimos dejando de lado hierros, muletas y bastones y seguimos adelante, en la mayoría de los casos exigiéndonos el doble que los “normales” e intentando demostrar una normalidad que algunos supieron ver, pero por desgracia no todos.

Fuimos los niños polio, pero aquellas personas con cualquier tipo de discapacidad sabe de lo que hablo, cuando explico las dificultades que hemos tenido para hacernos un lugar en un mundo donde a veces parece que no tenemos lugar.

Y ahora llega el declive o dicho de otra forma, el momento de pararnos y plantearnos vivir la vida de otra forma. Nos pasa a los polio, pero también podemos hablar de todas aquellas personas que sufren una enfermedad neurodegenerativa y invalidante (esclerosis múltiple, ELA, enfermedades raras….), somos difíciles de comprender porque en esto como en todo también hay variabilidad. Los hay que sin más han tenido que pasar a las ruedas (sillas manuales, sillas con motor, scooter y otros artilugios varios) y estamos aquellos que un buen día necesitamos los bastones aunque en casa que es todo más seguro y controlable no los utilizamos tanto. Y esta la odisea de caminar con bastones y sobre todo de ir a comprar y a tener que hacer colas, es difícil para “los normales” comprender que no podemos mantenernos de pie por mucho tiempo ya que la fuerza en nuestros brazos también la estamos perdiendo. Dejamos de viajar en autobús o en tren porque no siempre tenemos seguro el ir sentados e ir de pie es un peligro seguro para nosotros. La imagen que damos es la de aquella persona joven que se ha roto un pie y que va saltando con la ayuda de sus bastones con el pie sano. Y encima a nosotros nos ven caminar con los dos pies, así que es difícil de imaginar nuestro calvario.

Como somos tozudos y también como la imposición de homo erectus nos tiene dominados, nos cuesta dar el siguiente paso: las ruedas como digo yo, llámese silla de ruedas, silla con motor o scooter. En este paso, se dan diversas actitudes: estamos los que aceptamos (que remedio queda) y buscamos el lado positivo haciéndoselo entender también a aquellos que con cara de pena nos llenan de preguntas. Y luego están los que quieren mantener su actitud de homo erectus hasta que no pueden más, hasta que ya el especialista se lo da como un hecho, son los casos donde no hay aceptación donde se produce una enorme ruptura acompañada en muchos casos de depresión. ¿Tanta lucha para qué? Es lo que muchos se preguntan.

A mí no me importa caminar sobre ruedas y más cuando este hecho me facilita la vida, se, en eso hizo inca pie el medico que me trata, que aquellos que tenemos el Sindrome Postpolio solo disponemos de medio depósito de gasolina diario (eso suponiendo que las personas “normales” tienen uno entero) así que me toca racionarlo. Si tengo una mañana movidita, a la tarde me toca descansar y si tengo previsto hacer algo que me canse por la tarde tengo que evitar cansarme por la mañana, así es mi vida ahora como la de la mayoría de mis compañeros con SPP u otro tipo de enfermedades limitadoras.

Otra cosa es que seamos difíciles de entender, a “los normales” les cuesta comprender que yo pasee en una scooter y que en un momento dado pueda bajarme de ella y coger mis bastones para acercarme a algún lugar inaccesible. Para la gente normal parece no haber término medio: o caminas o vas en silla.

Cuesta comprender que tenemos días de todo, momentos de todo. Días que nos despertamos con fuerza y con ganas de hacer de todo (vamos que nos comeríamos el mundo) y días como hoy que lo primero que toca hacer es meterse en una bañera con agua caliente para apaciguar el dolor, hoy para mi ha sido un día de caminar sobre ruedas y descansar, descansar mucho.

Hace una semana, entre a comprar a una tienda con mis bastones y dejando mi scooter fuera, en un momento nos encontramos tres personas con problemas de movilidad pero utilizando diferentes ayudas técnicas. Una anciana llego con su caminador y se sentó en el justo detrás de mi, poco después llego una chica joven subida en una especie de moto eléctrica también con un caminar “sospechoso”, charlando, la chica me explico que hace un tiempo tuvo un accidente y que le ha quedado una gran afectación en la espalda. En su caso le era imposible ir en silla de ruedas o scooter sino que la moto le era de gran ayuda, vamos todas con problemas funcionales pero con una gran variabilidad en cuanto a las ayudas técnicas que necesitábamos.

Así que después del susto de esta semana en la Instrucción de la DGT intenta regularizar el lugar por donde debemos circular (aceras o carreteras) con aquellos artilugios que nos hacen de piernas. Ante el dilema de no ser ni peatones ni vehículos (ya sabemos que “los normales” no soportan la diversidad) muchos nos estamos planteando si a estas alturas tendremos que aprender a volar que de eso ya sabemos un rato ya lo dijo  Frida Kahlo, también afectada por la polio: Pies para que os quiero, si tengo alas para volar…….. pero claro mejor que nos dejen volar sobre ruedas.

ENTRE BASTONES......

Y SCOOTER........