viernes, 25 de octubre de 2019

ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS - ALICIA BARRAGAN HERRAN



La vida se quedaba afuera cuando cruzaba el umbral de la puerta del hospital y todos los olores que había traído conmigo desaparecían absorbidos por el fuerte olor a asepsia que salía a recibirme a modo de bienvenida.

Cuando el pórtico se cerraba detrás de mí el corazón empezaba a latirme con fuerza y su sonido era una canción de cuna en medio de aquel silencio.
La sala de espera se me figuraba entonces, como la nave de una estación grande y fría. Tenía las paredes embaldosadas con unos azulejos de color verde, ajados ya por el paso del tiempo y húmedos todavía por haber sido fregados recientemente con algún desinfectante.
Alrededor de toda la sala y pegados a la pared, se alineaban unos bancos de madera muy viejos donde la gente se sentaba esperando ser atendida.
A pesar de que había grandes ventanales, las persianas casi siempre permanecían cerradas y la estancia se iluminaba tan solo con una gran lámpara que pendía del techo.
Al fondo, detrás de un largo mostrador blanco varias religiosas atendían a las personas que se acercaban para solicitar información.
- Yo me quedaba sentada en uno de aquellos bancos con mi pequeño equipaje mientras papá y mamá esperaban para rellenar los papeles de ingreso.
Desde donde estaba podía observar el ir y venir de la gente.
Algunos de aquellos rostros producían en mí una intensa emoción. Porque adivinaba en los surcos de sus mejillas el camino que las lágrimas habían recorrido en su descenso antes de poder ser enjugadas. En aquellas sombras moradas que rodeaban sus ojos, el manto con que la noche había premiado sus desvelos. Y en los hilos de plata que prematuramente habían teñido sus cabellos, cada una de las preguntas formuladas que no encontraron respuesta.
Eran las huellas de un sufrimiento intenso y profundo que yo ya conocía.
Les oía llorar algunas noches, cuando ellos creían que dormía y nada me dolía más que su dolor. Decidí que nunca lo sabrían.
Recuerdo muy bien aquella sala.
Tenía un pasillo largo y amplio y a uno y otro lado se alineaban las camas situadas de cuatro en cuatro formando pequeñas habitaciones.
Un biombo separaba los dormitorios abiertos del pasillo, pero desde las camas se podía ver sin demasiado esfuerzo, todo lo que ocurría en el corredor.
Cada una de las habitaciones estaban a su vez separadas por un fino tabique que no aislaba apenas el sonido de las voces del otro lado. Continuando por el pasillo se llegaba hasta los lavabos. Paredes desconchadas con fuerte olor a lejía y en donde la única decoración la constituían las cuñas colgadas en la pared. Pequeños lavamanos de roca desportillada y amarillenta y algún espejo picado, en el que apenas podías verte la cara.
No había ningún estante ni colgador donde dejar la toalla, a lo sumo un taburete que casi siempre estaba ocupado.
Los retretes no tenían puertas, estaban separados entre sí por pequeños tabiques, tan delgados, que el hedor se filtraba a través de ellos esparciéndose y mezclándose con el perfume del jabón y del agua de colonia.
Otra puerta comunicaba los lavabos con las duchas pero casi siempre estaba cerrada con llave. El acceso a la ducha siempre se hacía en compañía de una enfermera y normalmente se establecían turnos de una vez a la semana. También había un turno especial, el de la noche anterior a la intervención.
Al final del pasillo estaba el comedor. Era la única estancia con luz natural. Llegaba a través de unos ventanales que aunque no muy grandes dejaban entrar los rayos del sol por las mañanas.
- La caricia del sol sobre mi piel y el humeante tazón del café con leche que nos daban para desayunar son sensaciones que aún recuerdo. Instantes felices que me ayudaban a reconciliarme con la vida.
No estaba permitido abrir las ventanas pero si pegabas la cara al cristal desde uno de ellos podías alcanzar a ver un trocito de calle, justo donde el tranvía daba la vuelta antes de detenerse en la parada que había frente al hospital.
- Al atardecer después de la cena solía quedarme sentada frente al ventanal hasta que anochecía.
Entonces ellas volvían y se posaban en los viejos tejados de los edificios, escondían la cabecita bajo sus alas y se dormían soñando tal vez con una ciudad de manitas abiertas y llenas de dulce “maíz” con que saciar su hambre. Las palomas.
La sala se comunicaba con un amplio vestíbulo a través de una puerta que de día permanecía abierta y por la noche cerraban. Al otro lado había un mostrador a modo de recepción con dos habitaciones anexas que daban acceso al botiquín y a la zona de descanso de las enfermeras.
Frente al mostrador una pequeña sala de espera con dos sillones y una vieja mesa de centro donde se amontonaban las viejas revistas y los crucigramas casi siempre por terminar.
A la derecha de la salita estaban los ascensores.
Uno era de libre acceso y conducía desde la planta hasta el vestíbulo de la entrada del hospital. El otro ascensor era únicamente de uso médico y tenía un rotulo en la parte superior que indicaba su trayecto y única parada: QUIROFANOS.
Todos los que estábamos en aquella sala esperábamos nuestro turno. El momento de cruzar de una sala a otra. De traspasar aquella puerta que tenía un nombre mágico y tenebroso: QUIROFANOS.
Nadie pensaba en tomar el otro ascensor, el que conducía a la salida. No había otra salida.
Las noches en los hospitales son interminables. A las 9 se apagan las luces y solo quedan encendidos unos tenues apliques en el pasillo.
El silencio es absoluto; solamente interrumpido por el sonido seco de la tos de algún paciente recién operado que sufre los efectos de la anestesia, o por el ir y venir de la enfermera que, puntualmente, administra los medicamentos a cada uno de los enfermos o que acude a la llamada de los que no pueden levantarse para ir al lavabo.
El sonido de los camilleros entrando en la sala es el anuncio de que la espera ha terminado.
Es el fin de una larga y angustiosa agonía que ha empezado varias horas antes, probablemente al amanecer del día anterior, cuando la enfermera acudía muy temprano a extraer la sangre para hacer los últimos análisis. Después afeitan la zona que ha de ser intervenida y toman la temperatura. Esto último ya no dejarán de hacerlo periódicamente a lo largo del tiempo que falte hasta la operación.
Todo forma parte de un protocolo y a partir de ese momento los controles se sucederán ininterrumpidamente. Se ha iniciado la cuenta atrás.
- Las agujas del reloj son ahora lo más importante. El tiempo pasa demasiado deprisa ahora.
La última comida, la cena, se sirve a las 7 de la tarde. Será ligera, probablemente verdura sin sal y algo de pescado hervido, tal vez también un zumo. Es el último alimento sólido que recibirá en las siguientes 48 horas.
A las 10 de la noche, apenas tres horas después de la cena, será conducido al baño donde se le administrarán las lavativas necesarias hasta conseguir que su estomago se vacíe. Después de una ducha templada se le vestirá con un ligero camisón abierto por la espalda y atado únicamente con unas cintas y le acompañarán de nuevo a su cama. La enfermera del turno de noche le dará una pastilla para ayudarle a dormir y mantenerlo sedado. No lo conseguirá.
El dolor del estómago repleto de agua y el escozor en el ano irritado aún por el reciente esfuerzo, le harán levantarse una y otra vez al lavabo para evacuar una y otra vez agua. Y así, le sorprenderá el amanecer con los ojos abiertos y cansados y el vacío de su estomago ahora también en su cabeza.
Antes de que se haga de día vendrá de nuevo una enfermera y preparará la zona que va a ser abierta pintándola con yodo y le dará una última pastilla que depositará en su lengua. Oirá el ruido de la camilla que se acerca. La última mirada a su reloj de pulsera antes de que alguien lo desprenda de su muñeca. Es la hora.
- Ya estoy sobre ella. Siento las ruedas deslizarse debajo de mí. Después la certeza de no poder escapar a un destino que se espera y que se teme.
- Alguien reza detrás de mí, lleva un rosario. Oigo llorar a mamá.
- Papá ha soltado mi mano.
Las puertas metálicas del ascensor se abren. De nuevo un corredor silencioso y metálico y un olor penetrante que llena mi estomago vacío. Me siento mareada.
Después una intensa luz blanca. Pero ya no tengo miedo, solo una sensación de desamparo y de total e infinita soledad.
- Ahora estoy sobre una mesa rígida y fría. Me han cubierto los pies y los cabellos con unas bolsas de plástico verde.
- Siento un pinchazo en mis venas. Los parpados me pesan cada vez más.
Unos ojos sin boca me preguntan…
¿Cómo te llamas?
…A..l..i..c..i.a…
¿En el país de las maravillas?
Después…oscuridad...

3 comentarios:

  1. Muy bien relatado, yo más o menos igual menos que yo solo me estaba los dias del post-operatorio. Fui intervenida 13 veces.

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  3. Intenso, recorrí ese hospital contigo... suelen ser tan fríos como se ven , tan distantes y solitarios y están llenos de almas que vagan en pena. Hay tanta oscuridad que el sol suele ser la única vía de escape, el único rincón cálido que cuenta nuestra historia. Una taza de chocolate o café que hierbe entre los dedos de algún pariente esperando una buena noticia... las enfermeras parecen no entender la pena que esos pasillos arrastran... los doctores parecen no estar.
    De pronto unos dedos al vacío, y tu vida cambio para siempre.
    Brillante descripción de un espacio, de un sentimiento , de un vacío que parece que nunca se va a llenar.

    Juan de Marco.

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